“El cura y el hombre lobo”
¡No me venga con cuentos, señor cura!
Que por más que se empeñe en convencerme,
no me hará claudicar de mi postura.
Mas, no crea que no pienso con cordura,
porque escuchar no quiera sus sermones,
ni que en mi mente todo sea negrura;
que, para haber tomado tal postura
tengo yo, señor cura, mis razones…
- Lo que tienes es duro el corazón,
hijo mío, y dormida la conciencia. –
Aquí, puede que tenga usted razón.
Pero… ¡Qué sabrá usted de mi existencia!
- Estoy dispuesto a oírte en confesión. -
¡No! En confesión ¡No!
Pero, sí voy a hablarle
con lo que aún me queda de corazón:
Algo remoto y arcano, más allá
de la conciencia,
me acusa de mis desmanes,
que son... mire usted por donde,
tan sólo el claro exponente del lugar
de mi nacencia.
Sin pretender eludir
la parte de culpa que me concierne,
por mi forma de vivir,
y ¡por si usted, señor cura, no lo entiende!
pregunto y respondo así:
¿De dónde vengo?
Sino del vendaval y la tormenta,
del ácido aguacero que azota los
suburbios marginales, más allá
del asfalto.
Del lupanar putrefacto,
que son estas babeles actuales,
moradas de gusanos.
De este plagio perfecto de Sodoma,
donde hoy se fornica libremente,
e impunemente se matan las palomas;
porque sus excrementos -según dicen-
ensucian las fachadas milenarias
de sus templos.
¿De dónde vengo?
Sino del puro azar.
Del absoluto caos, sin reclamo de nadie.
Del encuentro fugaz
de dos desesperados corazones,
tras haber compartido el veneno mortal
de la misma hipodérmica jeringa.
Quizá, de un útero podrido
por el cáncer.
De la suerte aciaga de haber sobrevivido
a la hecatombe de millones de espermatozoides,
que asaltábamos un óvulo maduro,
para luego nacer,
de un vómito vulval en un retrete,
y convertirme en estorbo de mis progenitores.
¿De dónde vengo?
Sino del propio desamor.
Del filo del cuchillo.
Del llameante y poderoso rayo destructor.
Vengo de una cuna fabricada
con vidrios de botella,
que los borrachos, ahítos ya de alcohol,
rompieron contra los hielos de la madrugada.
Vengo de la mismísima raíz de la injusticia.
Del hambre y la miseria.
Del horror y las sombras.
De la antesala misma del infierno.
Del gueto pestilente al que fui
confinado después de haber nacido.
¿De dónde vengo?
Sino de presenciar un crimen cada hora.
De alimentarme con leche de cicuta.
De volverme insensible al olor de la sangre.
Vengo de crecer entre las ratas
de las alcantarillas.
Entre los matones con pistolas.
Entre las putas y los proxenetas.
Entre los chulos y las alcahuetas
de las esquinas.
Vengo de padecer en mis carnes
los abusos crueles de viciosos degenerados,
que dejaron en mi cuerpo; aún de niño,
la impronta de sus babas, de su orina
y su asqueroso semen fermentado.
Vengo del desaliento
que reina por las calles.
De no escuchar los ayes
que lanza el sufrimiento,
y sí gozar contento
cometiendo maldades.
Vengo ahíto de vivir solamente
pensando en los placeres.
De practicar venganzas.
De maltratar mujeres.
Vengo de desflorar doncellas con las uñas.
De cortar con mis dientes pezones de canela.
De eyacular el odio que llevo en mis testículos
en vulvas virginales y espaldas de jacinto.
De acuchillar los pechos
que a mis vicios no cedieron,
y robarles los bienes a quienes
los tuvieron.
Vengo de afilarme las garras en la
pared podrida de la Iglesia.
De maldecir la Hostia Consagrada,
y al clero; que me mira con ojos
como granos de pimienta.
Yo no tengo ni patria ni bandera.
Ni me rijo por leyes o preceptos.
Ni en mi pecho se albergan sentimientos
que me impidan hacer lo que yo quiera.
Yo, dentro de esta estrecha ratonera
que me ha tocado en suerte en esta vida,
con rabia en ambos casos desmedida,
soy cazador, lo mismo que soy fiera.
De allí vengo y allí regresaré,
cuando salga mañana de la cárcel;
cumplida parcialmente mi condena.
Ellos -dicen-
que estoy rehabilitado.
Ellos, los hacedores de mi estirpe.
¡Pobres locos!
No saben que son ellos los que necesitan
rehabilitación.
¡Yo estoy bien, como estoy!
Ya paladeo el olor de la sangre.
El de una vulva de mujer en celo,
con tan sólo pensar en esa libertad
que me espera mañana.
La jueza: una cuarentona estupenda,
me dijo ayer al firmar los papeles
de mi libertad condicional,
y sin quitarme ojo
de la bragueta:
- Esa testosterona que a ti te sobra,
y que no sabes controlar, es la culpable
de tu problema.-
¡Qué sabrá ella de mi problema!
¡Ella sí que tiene un problema
de insatisfacción!
Que sea prudente -me dijo-
que las leyes de la democracia
han sido muy benévolas conmigo.
Que procure ser útil a la sociedad,
que trabaje y no vuelva a delinquir.
Pero, sobre todo, que concierte una cita
con ella lo más pronto posible,
mediante el número que me dio.
Porque le interesa mucho saber
cómo va mi reinserción.
Mi reinserción… -dijo- ¡La muy jodida!
Como si yo fuera un tonto…
y no supiera apreciar en el fuego
de sus ojos lo que de mi pretende…
No obstante, iré a verla.
Sí, la visitaré cualquier día de estos,
y quizá, la obsequie con algo más
de lo que ella espera...
Después de todo, yo no soy culpable
de mis actos. La gente como ella me
han hecho tal cual soy.
Ellos me dan nuevamente la libertad
para seguir matando.
Ellos con su benevolencia hipócrita,
y sus leyes, hechas a capricho
del mandón de turno.
Ellos que, aún más que yo,
hacen escarnio de la verdadera
justicia.
Ellos,
que son tan depredadores como yo,
de la inocente sociedad a la que
dicen servir.
Que me reintegre -me dicen-
¿A dónde? Le pregunto; señor cura?
¿A su rebaño de hombres ovejas…?
Yo, que soy un hombre lobo… ¡No!
Yo necesito amplios espacios de libertad.
Y esos espacios ya han sido destruidos.
¡Señor cura!